EL COLOR PÚRPURA: TODOS LOS COLORES SON EL MISMO COLOR
Por Marcial Moreno
El
color púrpura es uno de los
melodramas más desaforados de Spielberg. Muchos de los tópicos del género son
reconocibles en esta película, pero más allá de tal adscripción, pueden
identificarse las claves que delatan una manera de ver el mundo y la sociedad en
particular que en un principio puede parecer contradictoria con el planteamiento
de la película, pero que la impregna con una constancia implacable durante todo
su metraje.
El filme
arranca con un plano sobre unas flores rosas que se va abriendo hasta mostrarnos
a unas niñas negras que juegan alegres y despreocupadas en un campo soleado y
florido. Es la imagen de la felicidad total (Spielberg utiliza hasta la
exasperación el recurso del inserto del detalle que se abre a un plano mayor
para retomar la historia: puños, jarrones, cinturones, pipa, navajas... son una
muestra de ello). Pero esta idílica situación se truncará pronto por la llegada
del padre, quien introduce una violencia que constituirá la columna vertebral de
todo el relato. Semejante planteamiento, unido al hecho de que la película esté
protagonizada por negros en Estados Unidos, puede llevarnos a la idea, fácil, de
que asistimos a una historia de liberación del oprimido frente al opresor.
Incluso, viendo que la violencia emana de la familia, podríamos aventurar una
crítica despiadada contra esta institución. Pero el detalle de que, salvo en
escasas y marginales ocasiones, los opresores de los negros sean los de su
propia raza, arroja una sospecha de ingenuidad sobre esta lectura.
La visión de la
familia puede resultar, de entrada, ambigua. Por una parte, padre y marido
representan para la protagonista la fuente de todos sus sufrimientos. Por otra
la relación de las dos hermanas supone la única válvula de escape a la
situación. Estaríamos ante una ambivalencia que podría responder a la
complejidad del problema. Sin embargo Spielberg no parece sentirse cómodo con un
planteamiento de este tipo, y pronto pondrá las cosas en su sitio. La dualidad
se decantará rápidamente hacia uno de sus polos: el problema no es la
institución familiar, sino una mala concepción de ella. La familia no es mala;
lo malo son las malas familias. Así, los hijos de Celie, tal como le cuenta su
hermana, son felices, pues crecieron en una familia rodeados de cariño, y es
ella misma la que, azares de la vida, se encargó de cuidar de ellos. Por otra
parte Sofía encontrará la felicidad en el reencuentro con sus hijos durante la
Navidad, todos juntos alrededor de la mesa bajo la sombra protectora y callada
de Celie. ¿Cómo es posible, pues, que una institución tan espléndida pueda
alcanzar esos grados de villanía? ¿Cómo puede corromperse tanto lo puro? La
solución es muy sencilla: no es que haya familias buenas y malas, es que las
malas lo son porque no son auténticas familias. Y así se encarga de subrayarlo
el director cuando nos dice que, ni Celie se casó nunca con Albert, ni su padre
era su padre, sino su padrastro, con lo cual, además, se evita la infamia de que
los propios hijos sean al tiempo sus hermanos. Todo vuelve a su sitio
natural.
Y bien que ha
costado. Bien que se ha ganado Celie su recompensa final, aunque para ello solo
haya tenido que aguantar y aguantar. Nada de revueltas, nada de rebeliones, ni
siquiera el tenue abandono final lo es del todo, porque pronto aparecen los
remordimientos que le hacen ver a Albert tras la ventana. Aquí se encuentra el
mensaje más profundamente conservador de la película: por muy injustas
que sean las situaciones, no cabe otra respuesta que soportarlos conresignación; cualquier otra alternativa traerá consecuencias mucho peores.
Todo ello
queda perfectamente expuesto en la historia de Sofía. Mujer independiente y
segura de sí misma, su rebeldía la conducirá a la destrucción física y moral. La
agresión al blanco no sólo le acarreará tortura y cárcel, sino que acabará
además siendo criada de su agresor y, lo que es peor, separada de su familia.
Pero si eso no fuera suficiente, ni siquiera le resta la dignidad del
pensamiento libre: en un momento de desesperación de Celie, le dice: “No lo haga
Señora Celie, no vaya a pasar usted también por todo lo que he pasado yo”.
El papel en
todo el proceso de la religión es crucial. Dios es el interlocutor al que
dirigirse ante la maldad que nos rodea, y finalmente será él quien dictará
justicia. La paciencia de Celie se verá recompensada por la inesperada herencia,
y el culpable pagará con el abandono y el desmoronamiento de su vida (el viejo
tractor renqueante es una clara metáfora de ello). La justicia no es humana,
sino divina, y lo único que cabe hacer es confiar y esperar a que llegue cuando
corresponda. Tal es su poder que no sólo el culpable pagará sus culpas (por
mucho que la omnipresente bondad humana asome bajo la forma del arrepentimiento
incluso entre los malvados), sino que el estigma del pecado puede desaparecer y
reconstruir la maltrecha comunidad de Celie, su hermana y sus hijos.
El final de la
película retoma los cánticos y los juegos de las dos hermanas sobre un campo
ahora en crepúsculo. El amor ha triunfado, la felicidad vuelve, cada cosa torna
a ocupar su sitio. Para que vayamos aprendiendo.
este jueves 21 , terminamos el debate y cerrando el libro Pensar bien,,,,,,"el color purpura"
Gracias por las excelente intervenciones de los integrantes, a muchos de ellos se le escapo un lagrimon, la película es excelente, valió la pena verla , para entender como el perdon es algo que la victima decide y en este caso creo que la protagonista perdona por la via del "desgaste" se canso se odiar, ahora se permite paz
Saludos a todos
Nos vemos el 12 de julio, espero que esta experiencia haya servido, se que fiue un tema dificil arduo y doloroso pero fue tocado con el nivel y respeto que siempre caracterizo al grupo
Saludos MC